Llueve en la Corte. Gotas de lluvia fina caen sobre los tejados de pizarra inclinados hacia ambos lados de la manzana. El agua golpea y fluye entre las rendijas que deja la cerámica para caer de nuevo a la calle. En las aceras se acumula el “¡agua va!” de la noche anterior. La mezcla de sendos líquidos forma una masa viscosa y maloliente que corre hacia las acequias, manchando las botas de todo el que pasea. Los coches de caballos galopan sin cuidado del caminante. Dejan tras ellos una estela de excrementos de caballo tan grandes que, pienso, deberé saltar para no enterrarme hasta la rodilla. Además, la precipitación las ablanda y esparce por toda la calzada. La estampa es lúgubre y, por qué no decirlo, asquerosa. El hedor me repugna y tápome con la capa para evitar el vómito. Quédome embozado con la capa y el sombrero. Tanto me cubro, que un guardia me para y háceme descubrir.
Guardia - ¿Quién se esconde tras la capa y el sombrero?
Levántome el ala. Suelto con estrépito la capa. Veo, cortándome el paso una espada. Un caballo está quieto a mi derecha. Un soldado encuentrase frente a mi. Su expresión es seria y grave. Quédome paralizado durante unos segundos. Mi mente olvida los excrementos y las aguas fecales. Mi cabeza ignora la lluvia y como buen español me compongo, y lánzole una sonrisa.
Yo- Un hombre, nada más.
Guardia- ¿Qué hombre? ¿Tendrá un nombre?
Yo- Nombre tengo, pero a decírselo me niego. ¿Los soldados jóvenes temen la muerte? (Ahí le pongo un punto, para que resuene más)
Guardia- Ningún español que se precie.
Yo- Si no la teme debiera. Es fácil de encontrar y puede estar embozada tras la capa de los desconocidos.
Guardia- Pues menos mal que no hallo quien no conozca por la zona. Usted es…
Sin dejarle terminar, acuchillo su alma con precisión certera. Miro alrededor y no hay gentes que me descubran. Guardome la espada en la vaina. Dejo muerto y caballo en la calle y sigo caminando hacia el frente. Metome en una barbería y atiéndeme un rufián. Su aspecto es lamentable. Tiene más cuchillada que los árboles del parque. Un niño corretea por la estancia mientras me afeita con navaja el necio. Acércaseme el mozo mientras su padre me cuenta de su hidalguía. Pienso que el pequeño es, más que hidalgo, “hijo de algo”, de algo que surgió entre una puta y un ladrón. Percátome de que, entre palabra y palabra, mi faltriquera menguaba. Una vez desembarázome del metal de mi cuello, aso al niño del brazo, sácole a la calle y, con todo el público mirándome, pégole dos o tres azotes, diciendo en alto: “¡Por ladrón y por bellaco a este niño escarmiento para honra del barrio en el que mil robos hizo!”. El padre a socorrerle vino, pero la muerte fue más rápida y contra mi espada no atreviose a alcanzarla.
Devuélveme mis escudos el rufián y salgo por la puerta. El niño aún en el suelo y la gente lanzándole pedradas. Es bueno ser pendenciero en España. Matas y matas pero, si es por justicia, nadie te para. Es la muerte un buen negocio en este siglo que vivimos.
Encuentrome con un borracho en una taberna. Llámase Francisco. En su delirio frenético insulta a un tal Góngora. Sigo con admiración sus injurias brillantes y lúcidas llenas de versos magistrales y juegos verbales. La gente le aplaude mientras se aprieta el quinto vino. Cuando se marcha, noto su cojera y pienso en aprovecharme de ella. Le sigo a la calle y charlamos amistosamente. Me cuenta de sus problemas con la justicia y me sorprendo al coincidir en su crítica a la nueva ciencia de la esgrima. Ambos matamos por derecho sin medir la circunferencia.
En una de tantas trabas de lengua le escucho una calumnia contra el Rey. Pienso que es momento y hágome el ofendido. Adivino dinero en su poder y quitárselo me quita el sueño.
Yo- ¡Arrepiéntase! ¡No falte al Rey!
Francisco- ¿Al Rey? ¿Pues no veis? Su esposa coja, encamase con la moza y búrlase con mofa de las Españas de la cabeza a la cola. No busquéis enfados ni disputas que ofender a su madre no sería quitarle el dis a la regañina.
Desenvaino mi espada deprisa y me encuentro su estoque listo. Tras varios lances esquivo una media y me encuentro una tercia. Veo la puntilla cerca y temo morir pinchado.
Yo- Para ser cojo bien traza muertes.
Francisco- Y aumento el negocio de los enterradores con gusto y acierto.
Cuando advierto la estocada salto hacía atrás y me zafo con un quiebro. Me escondo tras el sombrero y corro hacia el infierno. A lo lejos escucho: “¡Cobarde, ven y muere!”. Nótome temblar bajo la capa, pero no hay frío. La lluvia se lo llevó consigo. No me apetece morir en el Foro. Quiero regresar para ser un héroe en la guerra del moro.
Allí sobreviví como pude y caí en las garras del enemigo. Fui vendido como esclavo a un señor de Valladolid. Procuróme todos los peores trabajos de su casa en África. Un día encontrome con el pie cambiado y su sable en en su garganta se introdujo. Robéselo y huí cruzando el mar para llegar a Cádiz. Intenteme ir a América, pero encontré un trabajo mejor como suministrador de almas a Dios. Pienso que estará agradecido por llenarle el cielo de cristianos inocentes y el infierno de traidores e infieles.
Escupo dos o tres veces en el suelo. Miro al cielo. Lloverá. Las nubes vuelven a agruparse en el orbe. Se acerca la emboscada de mañana y me preocupa que no haya buena luz. Siempre me gusta ver la cara del finado en el momento en el que se le borra el color y se le tuerce el gesto. Pido fortuna a Dios. Esta empresa es importante. Me llenaré de maravedís, si soy eficaz. Y juro que lo seré.
Cristian Diaz
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