Paciente Cero
Parte III
Nada más traspasar la puerta me encontré con un foso alrededor del
cual había una valla de protección. Despacio me acerqué a la valla
para poder ver lo que había abajo. Respiré aliviado cuando vi que
el agujero estaba vacío. Aunque también vi una puerta de la que,
suponía, saldría lo que quiera que hubiera dentro.
–¡Le presento «El Anfiteatro»! –dijo con teatralidad–. Ahora
mismo empieza el espectáculo.
Hizo un gesto y varias personas, que estaban ahí y en las que no me
había fijado antes, se dirigieron hacia unas palancas.
La puerta chirrió mientras se levantaba, augurando terribles
sucesos.
Cuando estuvo totalmente izada, pude oír un sonido que me heló el
corazón y que aun hoy lo hace cada vez que lo recuerdo. Un gruñido
que fue in crescendo y un golpear de cadenas. Había algo vivo
allí.
Tras otro gesto del oficial, los operarios lanzaron una cabra viva al
foso. Al caer se rompió una pata y empezó a balar muy fuerte. Un
gruñido más fuerte fue la respuesta. La cabra baló asustada y de
nuevo un gruñido desde el interior. Cuanto más alto balaba la
cabra, más se oían los gruñidos de la cosa.
De pronto una figura humana se abalanzó sobre la cabra clavándole
los dientes y las garras. El animal murió al instante y la figura
siguió alimentándose de ella.
Cuando se cansó, se dio la vuelta y, puedo jurar, que me miró a los
ojos. Y lo que vi no era humano. En algún momento perteneció a
nuestra especie. Pero ya no. Compartía los rasgos básicos, como
andar erguido y su cuerpo era el de un hombre adulto. Pero nada más.
Sus ojos completamente negros no tenían vida. Sus dientes eran
colmillos; sus manos, garras afiladas como cuchillos y se movía como
una fiera salvaje, dispuesto a atacar.
–¿Qu... qu…qué… es eso? –logré articular tras pelearme con
mi lengua.
–Le presento el futuro –sonrío el oficial: se le veía alegre y
triunfal–. El arma definitiva contra los enemigos del mundo libre.
Mitad hombre, mitad animal. Este especimen es un asesino imparable.
Sacó la pistola y, antes de que pudiera imaginar lo que iba a hacer,
descerrajó varios tiros contra el ser que no se inmutó ni a pesar
de que saliera sangre (coagulada, me pareció) de los agujeros de su
pecho y su hombro. En ese momento pude fijarme en su piel, pues iba
desnudo de cintura para arriba. Era grisácea y estaba llena de
cicatrices. Imaginé las torturas y experimentos a los que había
sido sometido y tuve un escalofrío. También, no me avergüenzo de
decirlo, sentí lastima por esa cosa.
Volví a prestar atención al oficial que hablaba orgulloso de lo que
suponía tener algo como esto.
–Nos pone a la cabeza del mundo. Ningún enemigo tendrá ninguna
posibilidad. Sueltas uno de estos en el campo de batalla y da al
enemigo por vencido...
–Mmm... ¿no? –pregunté, cortando su monólogo–. ¿Hay más de
estas cosas?
–Todavía no. Este es el único ejemplar que ha sobrevivido al
proceso. Pero no importa: se multiplican. Un mordisco y pam,
ya tienes dos. Otro mordisco... y pam, tres. Es maravilloso.
Yo estaba aterrado y muy sorprendido. ¿Cómo alguien podía hablar
de una criatura tan terrible y no estar asustado. Es más, estar
contento. Y lo que habían hecho... Me di cuenta de que estaba
tratando con un loco.
–¿Se lo imagina? Seres inmortales que se propagan y que no
necesitan armas, ni munición, ni alimentos. Un soldado perfecto. Un
supersoldado.
Sí, pensé, irónico. Un mundo tomado por ellos. Si se escapaban del
control, el mundo estaría perdido.
–¿Alguien más tiene algo parecido? –logré articular.
–Afortunadamente, no –puse cara de sorpresa. Empezó a tutearme–.
No pongas esa cara. La verdad es que todos los rumores son falsos.
Pero nos interesa que parezca verdad para poder lanzar a la batalla a
estas bestias cuando entremos en guerra.
–¿Han estado mintiendo todo este tiempo? ¿Incluso al Gobierno y a
la Casa Real?
–Por el bien de la libertad, sí.
–Pero... –algo no me cuadraba– usted me dijo que llegó aquí
tras investigar los rumores.
No me contestó, estaba mirando fijamente a la cosa que estaba en el
foso, dando vueltas como un tigre en torno a su presa. Pude ver como
miraba fijamente al oficial, que parecía ajeno a todo, como si lo
reconociera, como si supiera que era el responsable de todo su
sufrimiento, de todo su dolor. No mostraba ninguna emoción, se
limitaba agitar las cadenas, amenazante.
–Te preguntarás de dónde ha salido, claro. Este es un engendro
que no ha podido nacer por sí solo, no es natural. Es eso lo que
piensas, ¿verdad? –me miró, pero no esperaba respuesta–. Pues
tienes razón. Pero solo en parte –hizo un gesto teatral mientras
miraba con algo que me parecía amor, o al menos cariño, a esa cosa
y añadió–: este ser es resultado de unos experimentos realizados
con personas, enemigos todos ellos, aprovechando los conocimientos
adquiridos tras investigar numerosos artefactos incas y mayas. En
ellos se encontraron unas bacterias de origen desconocido que,
convenientemente tratadas, se convierten en esta maravilla.
Yo ya no podía aguantar más. Salí de la sala y vomité en el
suelo. ¿Cómo se podía hacer algo así? Tratar de esta manera a los
vivos. Y a los muertos. ¿Y con qué motivo?
El oficial salió detrás de mí con evidente cara de desagrado. Pero
continuó su exposición, como si tal cosa.
–Esa bacteria muta al compartir el ADN de diferentes seres. De ahí,
los rasgos animales, como las garras, o los colmillos. Para conseguir
la agresividad usamos cepas del virus de la rabia. Ingenioso,
¿verdad? Y la capacidad de contagio ha sido una agradable sorpresa.
No estaba previsto.
Me miró esperando que dijera algo. Al no contestar, mostró cara de
decepción y continuó.
–Pues ya lo sabes todo. Conoces al paciente cero, el virus ER32 y
la operación. Como comprenderás, ya no podemos dejarte volver tus
obligaciones normales. Serás promocionado y traído aquí. Ahora y
para siempre, trabajas para mí.
Y eso es todo. Empecé a trabajar en la nave y a ver a menudo a Adán,
como llamaban al paciente cero. Me enteré de que era un espía
norcoreano y que fue el único superviviente de treinta y un cobayas
que recibieron diferentes versiones del virus. Solo el que recibió
él tuvo efecto. La mayoría simplemente murieron. Algunos víctimas
de una coagulación de la sangre, otros por fallos orgánicos
múltiples y muchos por una extraña patología que licuaba los
órganos internos. Me dijeron que Adán había muerto durante el
tratamiento pero que, a los pocos minutos, se levantó tal y como
estaba ahora. Su despertar pilló desprevenido al operario que fue a
retirar el cuerpo. No lo contó. Adán lo lanzó una y otra vez
contra la pared hasta que se cansó y se lo comió. Cuando los
soldados lograron reducirle, no quedaba nada del pobre infeliz. Solo
los huesos.
Otra vez mordió a uno de sus cuidadores que murió y, a los pocos
segundos, despertó. Se levantó con los ojos negros y largas uñas.
Pero tras unos instantes empezó a retorcerse de dolor y murió con
la cara ensangrentada. Se había arrancado la piel a tiras.
El resto es historia. Los «enemigos» se dieron cuenta y decidieron
pasar a la acción. Infiltraron a un espía y liberaron a Adán. Mató
a miles y convirtió a cientos. El primero de ellos, el propio padre
de la criatura. Se cuenta que lo devoró con especial desempeño.
Estos súbditos suyos no podían convertir, pero eran tan fuertes y
letales como su «padre». Poco a poco, se extendieron por el país.
El Ejército contraatacó lanzando a algunos de los hijos al país
responsables de liberarlo. A pesar de no ser puros hicieron mucho
daño pues se enviaron centenares de ellos.
En pocos días, España estuvo invadida. En una semana se extendió
por Europa. En dos, llegó a América y, en un mes, el mundo entero
estuvo lleno de hijos de Adán.
Esta es la verdad. Todo fue culpa del Ejercito por mantener algo tan
peligroso y por crearlo. Acabo esta comunicación deseándoles suerte
a los que la reciban. El mundo se ha ido al traste y todo por la
estupidez de unos pocos. Que Dios se apiade de nuestras almas.
(Fin... ¿O no?
Ángel G Ropero
--
El Bunker
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